miércoles, 25 de enero de 2012

Apretado

Florencia Castellano



¿Alguna vez trabajaste en un shopping?
Los shoppings son lugares enigmáticos. Más allá del ruido comercial, las megas vidrieras, el manejo de dinero real y de plástico, el cotillón, hay un submundo invisible para los ojos eclipsados por el color y el consumo.
En las carnicerías, detrás del plástico de las tiras transparentes, van a parar las reses que después saldrán al mostrador. ¿Qué pasa ahí?, ¿quién disecciona?, ¿a cuántos grados?, ¿quiénes manejan las grandes heladeras? Un mundo fantasmal titila desde el fondo.
Para mí, es, exactamente, esa cortina la que cubre a un shopping, a cada uno de sus locales y a sus empleados. ¿Cuántas horas se pasan?, ¿qué comen en sus turnos de almuerzo?, ¿se pueden sentar?, ¿hay ratos libres?, ¿se acomodan la mercadería tres veces al día, es cierto?
Hubo un verano que pareció gestado en Pampa del Infierno y que llegó a Buenos Aires con todo su poder de bola de fuego. Hubo un verano en el que necesitaba encontrar algún trabajo en forma urgente y donde una voz conocida, me avisó que estaban “buscando gente” para vender libros de texto.
¿Se acomodan los libros tres veces por día, aunque nadie los haya tocado, es cierto?
Sueldo de bajo a medio. Conocimientos del rubro aptos (yo contaba con tres temporadas donde “Stepping Stones verde + work book”; “Plaza Sésamo Inicial”; “Ciencias Naturales 9, Provincia, Santillana, el viejo”; “Runaway Intermediate sin ejercicios resueltos” y “Lo nuevo de Geo para la EGB III”, fueron las palabras que más había repetido durante 8 horas de lunes a sábado). Contrato: 4 meses. Manejo de caja: 0 y con miedo a los números. Recomendación: voz amiga en el teléfono indicado. Conclusión: me dieron el puesto.
Sólo al final y después de mi firma, las tiras plásticas hablaron: era en un shopping (uno chiquito, de barrio, aunque populoso) y tenía media hora para almorzar.
El primer día, me presentaron a la encargada. Se llamaba Mirta, tenía unos 50 años y un malhumor eterno. Y conocí a Vane, que después fue una gran amiga y además, estaba Guille, la voz amiga. Si bien el shopping era chico, el local donde funcionaba la librería de textos no era el del primer piso, donde estaba el local madre o local de verdad; sino, uno de arriba, lindante con los baños y con la zona de juegos donde un elefante rosa subía y bajaba, un avión hacía un ruido horrible y pasaban la misma música todo el día.
El local de los textos era un espacio tan grande como un ascensor y no de esos que hay en las oficinas del centro.
Un tubo de ensayo con un mostrador y nosotros los cobayos libreros.
La meta era atlética: moverse entre libros, cajas de libros, estanterías que tocaban la nariz y otras partes del cuerpo. La meta exigía resistencia psicológica si le sumo la compañía errática de una compu que se colgaba cada 48 horas.
No había espacio. En serio.
Y tampoco había (no sé por qué… quizás una maquiavélica jugada de los empleados del local de abajo hacia la quejosa de Mirta) números. Es decir: los clientes se agolpaban en el mostrador como si estuvieran tocando Enrique Iglesias, Madonna, Shakira y U2, todos juntos y los cuatro (en realidad los 3 porque Mirta sólo cobraba y puteaba) éramos solicitados por diferentes tonos: educados, imperiosos, histéricos, insolentes, amables e infantiles para atender la consulta. La destreza de esta actividad se sostenía en tres pilares: la memoria para recordar dónde estaban los libros solicitados dado que no había lugar para agacharse y equivocar el sello editorial; el crecimiento de la confianza entre nosotros (al principio, nos decíamos “permiso”, “por favor” y después ya no iba más. Es que meterle una tapa en el ojo al otro, rozarle los glúteos al hacer equilibrio y caer sobre su pie al sacar un diccionario gordo que está arriba de todo y cosas por el estilo, apresuraron las cosas) y por último, el apremio de Mirta con su “vamos, chiqui, vamos”. Chiqui era yo. Chiqui era Guille. Y era Vane. Los tres éramos “chiqui” y había que atender muy rápido en aquel reducto. A veces, también nos decía madre: “madre atendé; madre alcanzáme las boletas; madre, pedíme un tostado en el bar”.
Chiquis y madres. O madres chiquitas. O tu jefa del momento, pegada a vos, con su letanía fatal, casi, casi, todos los días.
Cuando Mirta no estaba, almorzábamos una hora seguida, sentados en las cajas de reposición y comíamos sanguches de salame que dejaban un aroma raro en los remitos. Cuando Mirta no estaba, Guille se subía a una caja de libros para devolver y bailaba como si fuera un parlante, en un boliche, con la música del elefante rosa. Cuando Mirta no llegaba a abrir el local a tiempo, la veíamos, desde los ventanales del shopping, correr y perder el calzado en la avenida porque cuando uno abre tarde un local adentro de estos establecimientos, te cobran una multa importante que sube minuto a minuto. Cuando llegaba decía “Chiqui, atendé” y sabíamos que venía tarde porque había dormido con el remisero con el que salía. Y sí, con tantas horas, adentro de un reducto, se charla y se charla de todo.
Cuando el local cerraba, sonaba una chicharra y las escaleras mecánicas del shopping dejaban de funcionar. Entonces las bajábamos como si fueran comunes, con el eco de Mirta: “Hasta mañana, chiquis. No lleguen tarde”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario