miércoles, 25 de enero de 2012

Los Ángeles

Inés Acevedo



Hay un perfume en tu casa que no entiendo. Se ve que te estabas dedicando a pasar la noche tocando instrumentos y te lo pasabas despierta y hace calor y hay mosquitos. Pero es olor a flores también, mezclado con esas pastillas repelentes. Ah. Ahí hay un ramo de flores, en el florero. ¿Y ese perfume? ¿Las pusiste vos? Seguramente. Te gustaban las rosas. ¿Entonces comprabas flores de día? ¿A qué hora te levantabas?

La puerta se abre. Estás absolutamente concentrada en la música. No querés tener hijos conmigo. La puerta se cierra. Me voy…Eso es lo último que me acuerdo.

Un día, fuimos a pasear por la calle. Nos gustaba LA. Comer panchos y tomar cerveza. Fuimos al aeropuerto. Hacía mucho calor, pero el sol ya se iba. Te gustaba ver los aviones al atardecer del cielo explosivo. Luego ser envuelta por las nubes y su oscuridad triste, ver una estrella y luego ya no mirar el cielo.
Otra vez, te fui a despedir a ese aeropuerto y otra vez te fui a buscar. Otra vez ese perfume, ¿será posible?

Hacía calor, las calles de LA estaban repletas de gente en remera y short.
Nosotros también teníamos mucho calor… la multitud traspiraba y nos absorbía, parecíamos hormigas, y que la gente nos aplastaba. Flotábamos en medio de esa increíble marea de calor humano pero para mí vos tenías un aire fresco, como si fueras la única… Mirá este pañuelo, qué lindo! Dijiste, y te lo compraste y ataste en la cabeza. No parecen los años sesenta? Está bueno! ¿Los años sesenta? Era gracioso que pensaras eso. Era LA, año 2007! Yo sentía que íbamos a estar bien juntos. Tenía un espíritu muy negro en ese momento y vos me traías mucha alegría, y eso que te acababas de separar.

Vine a vivir acá por un año. Casi casi terminamos presos... No sé qué pasó. Yo me fui. No importa. No lo considero un error.

Es como que mi mente comprende algo, pero no lo puedo decir. Al ver tu casa de nuevo, entiendo algo. Algo muy profundo. Estar acá, entre tus cosas, me hace sentir un vértigo muy grande. Prodigioso, como dirías vos. No es dolor, no es miedo. La tristeza se derrama sin parar pero es algo muy dulce. Es la paz que me trasmitías, que vuelve.

Uf. No entiendo. Podríamos haber hecho un montón de cosas…Podríamos haber tenido nuestra propia vida y nuestras cosas y proyectos. Si tan sólo te hubieras venido a LA conmigo. Pero no podías ni querías. Yo me fui…y vos te quedaste acá…
¡Este país te mató! Este país y su historia…Eras para LA, pero eras europea al fin y al cabo. Esos siglos y siglos fueron un garrote fatal, pero nuestra historia no quedará en tu tierra, ni entre estas paredes. Te aseguro que nuestra vida está grabada en el aeropuerto de LA

Entro a tu casa, ¿y qué veo? Una cocina con sus utensilios. Una biblioteca, varias estanterías con discos. Un tocadiscos, una alfombra, dos sofás. En tu cuarto, tu cama blanca. Y todo está bastante ordenado. Las cortinas se mueven solas, ¡sé que estás en el viento y en su sonido!
Vine a buscar algo, cualquier cosa que hubieras querido regalarme.
Me llevo este perfume que empiezo a entender.

La música

Tomás Sanchez Bellocchio



1

No hay como la música para recordarme que no tengo ningún talento. Soy afinado, es cierto, pero casi cualquiera puede decir eso. Jamás pude componer una melodía original. Hice pruebas, traté de combinar sonidos en mi cabeza, juntarlos en un orden que me devolviera algo parecido a música. Fue completamente inútil.

2

El mal de amores es el estado supremo para escuchar música. Se suspende el juicio crítico. Estás liberado para sentir y encarnar hasta la letra más cursi, para que la música (incluso la comercial, la de los cuarenta principales, esa que nadie se anima a admitir que escucha) te golpee en lo más hondo.

3

En el curso de un año perdí un amor, quizás dos; también murieron mi abuela y un gran amigo. La muerte y el desamor tan cerca la una del otro. Ahora puedo distinguir las diferencias de rango, matiz e intensidad en el dolor. Me pregunto por qué no habrá canciones acerca de la muerte de mi abuela.

4

En mi computadora hay 1,200 mp3, suficiente música para tres días seguidos. Quisiera una de Los Beatles. Una canción triste. The long and winding road. Algo que haga llorar a la fuerza. Why leave me standing here. Let me know the way. A mamá no le gusta que le robe un pedazo de su historia. “Pero esos son de mi época”, me dice. Y qué.

5

El mejor regalo, el mayor honor imaginable, ahora lo sé, es que alguien te dedique una canción. Antes de venirme a Barcelona, en el auto que me llevaba al aeropuerto, una amiga desenfundó su guitarra y cantó la canción que había escrito para mí, pensando en mí. No era de amor, pero de algún modo era como si lo fuera. Aplaudimos a ciento treinta kilómetros por hora. Le dije gracias, le di un beso y seguimos hablando, mientras yo sólo pensaba en las ventajas de estar lejos.

Apretado

Florencia Castellano



¿Alguna vez trabajaste en un shopping?
Los shoppings son lugares enigmáticos. Más allá del ruido comercial, las megas vidrieras, el manejo de dinero real y de plástico, el cotillón, hay un submundo invisible para los ojos eclipsados por el color y el consumo.
En las carnicerías, detrás del plástico de las tiras transparentes, van a parar las reses que después saldrán al mostrador. ¿Qué pasa ahí?, ¿quién disecciona?, ¿a cuántos grados?, ¿quiénes manejan las grandes heladeras? Un mundo fantasmal titila desde el fondo.
Para mí, es, exactamente, esa cortina la que cubre a un shopping, a cada uno de sus locales y a sus empleados. ¿Cuántas horas se pasan?, ¿qué comen en sus turnos de almuerzo?, ¿se pueden sentar?, ¿hay ratos libres?, ¿se acomodan la mercadería tres veces al día, es cierto?
Hubo un verano que pareció gestado en Pampa del Infierno y que llegó a Buenos Aires con todo su poder de bola de fuego. Hubo un verano en el que necesitaba encontrar algún trabajo en forma urgente y donde una voz conocida, me avisó que estaban “buscando gente” para vender libros de texto.
¿Se acomodan los libros tres veces por día, aunque nadie los haya tocado, es cierto?
Sueldo de bajo a medio. Conocimientos del rubro aptos (yo contaba con tres temporadas donde “Stepping Stones verde + work book”; “Plaza Sésamo Inicial”; “Ciencias Naturales 9, Provincia, Santillana, el viejo”; “Runaway Intermediate sin ejercicios resueltos” y “Lo nuevo de Geo para la EGB III”, fueron las palabras que más había repetido durante 8 horas de lunes a sábado). Contrato: 4 meses. Manejo de caja: 0 y con miedo a los números. Recomendación: voz amiga en el teléfono indicado. Conclusión: me dieron el puesto.
Sólo al final y después de mi firma, las tiras plásticas hablaron: era en un shopping (uno chiquito, de barrio, aunque populoso) y tenía media hora para almorzar.
El primer día, me presentaron a la encargada. Se llamaba Mirta, tenía unos 50 años y un malhumor eterno. Y conocí a Vane, que después fue una gran amiga y además, estaba Guille, la voz amiga. Si bien el shopping era chico, el local donde funcionaba la librería de textos no era el del primer piso, donde estaba el local madre o local de verdad; sino, uno de arriba, lindante con los baños y con la zona de juegos donde un elefante rosa subía y bajaba, un avión hacía un ruido horrible y pasaban la misma música todo el día.
El local de los textos era un espacio tan grande como un ascensor y no de esos que hay en las oficinas del centro.
Un tubo de ensayo con un mostrador y nosotros los cobayos libreros.
La meta era atlética: moverse entre libros, cajas de libros, estanterías que tocaban la nariz y otras partes del cuerpo. La meta exigía resistencia psicológica si le sumo la compañía errática de una compu que se colgaba cada 48 horas.
No había espacio. En serio.
Y tampoco había (no sé por qué… quizás una maquiavélica jugada de los empleados del local de abajo hacia la quejosa de Mirta) números. Es decir: los clientes se agolpaban en el mostrador como si estuvieran tocando Enrique Iglesias, Madonna, Shakira y U2, todos juntos y los cuatro (en realidad los 3 porque Mirta sólo cobraba y puteaba) éramos solicitados por diferentes tonos: educados, imperiosos, histéricos, insolentes, amables e infantiles para atender la consulta. La destreza de esta actividad se sostenía en tres pilares: la memoria para recordar dónde estaban los libros solicitados dado que no había lugar para agacharse y equivocar el sello editorial; el crecimiento de la confianza entre nosotros (al principio, nos decíamos “permiso”, “por favor” y después ya no iba más. Es que meterle una tapa en el ojo al otro, rozarle los glúteos al hacer equilibrio y caer sobre su pie al sacar un diccionario gordo que está arriba de todo y cosas por el estilo, apresuraron las cosas) y por último, el apremio de Mirta con su “vamos, chiqui, vamos”. Chiqui era yo. Chiqui era Guille. Y era Vane. Los tres éramos “chiqui” y había que atender muy rápido en aquel reducto. A veces, también nos decía madre: “madre atendé; madre alcanzáme las boletas; madre, pedíme un tostado en el bar”.
Chiquis y madres. O madres chiquitas. O tu jefa del momento, pegada a vos, con su letanía fatal, casi, casi, todos los días.
Cuando Mirta no estaba, almorzábamos una hora seguida, sentados en las cajas de reposición y comíamos sanguches de salame que dejaban un aroma raro en los remitos. Cuando Mirta no estaba, Guille se subía a una caja de libros para devolver y bailaba como si fuera un parlante, en un boliche, con la música del elefante rosa. Cuando Mirta no llegaba a abrir el local a tiempo, la veíamos, desde los ventanales del shopping, correr y perder el calzado en la avenida porque cuando uno abre tarde un local adentro de estos establecimientos, te cobran una multa importante que sube minuto a minuto. Cuando llegaba decía “Chiqui, atendé” y sabíamos que venía tarde porque había dormido con el remisero con el que salía. Y sí, con tantas horas, adentro de un reducto, se charla y se charla de todo.
Cuando el local cerraba, sonaba una chicharra y las escaleras mecánicas del shopping dejaban de funcionar. Entonces las bajábamos como si fueran comunes, con el eco de Mirta: “Hasta mañana, chiquis. No lleguen tarde”.

Una anécdota de París

Juan Terranova

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Buenas noches, me pidieron que trajera una historia de sexo o amor y la verdad es que no tengo una historia para hoy, para ahora. Así que pido disculpas. Tengo sí una anécdota. Espero que les guste porque a mí me trae muy buenos recuerdos. Lo que les voy a contar pasó hace mucho, quince años, digamos. Yo había tenido un período de abstinencia sentimental muy grande. Había estado en Alemania cuatro meses larguísimos y había tenido sexo una sola vez. Una sola vez en cuatro meses. Así que cuando llegué a París fue como salir de la cárcel. No sé cómo funciona la abstinencia en ustedes, pero creo que funciona de la misma manera en todo el mundo. Uno va entrando en una zona mental bastante brumosa. Así que en París frecuentando la Videotheque de Les Halles conocí una italiana. Era de Torino. Vimos unas treinta películas juntos. Una película muda, un estreno, un documental a las tres de la tarde de un sábado nublado, una película de Pasolini, una película sobre Pasolini, otro documental sobre el Bois de Boulogne, otro estreno. Nos citábamos a una hora, siempre en una esquina diferente. En la oscuridad de la sala, la sentía respirar y se me aceleraba el corazón. Cada tanto, pero muy cada tanto, me entretenía con lo que pasaba en la pantalla. Fueron dos meses de vernos así. Yo a veces pensaba que podía ser, que ella me iba a aceptar y otras que no, que me iba a rechazar. ¿Dije que tenía veintidós años? Y ella hablaba muy bien el francés y obviamente muy bien el italiano, y me contaba que su padre la había llamado y le había dicho que el patio de su casa había amanecido todo nevado. Finalmente una noche fría, tomamos en el Boulevard Montmartre un taxi muy caro que nos dejó en Montparnasse, el barrio donde ella vivía, y en la puerta de su piso de estudiante me preguntó si quería subir. Me acuerdo que había un árabe borracho en la escalera. Me acuerdo cuando abrió y cuando cerró poniendo la traba. Eso me dio cierta seguridad. Tomamos una taza de café y entonces, me aflojé y le hablé en español, le conté todo, mi viaje precipitado a un pueblo del sur de Alemania, lo mal que la pasaba en la universidad en Buenos Aires, los libros que había leído en mi retiro espiritual, le dije que había aprendido muy poco alemán y que la vida secreta a la que me había auto-sometido había sido dolorosa y horrible. Gracias a Dios no le conté de las tediosas masturbaciones con la televisión encendida de fondo. Creo que los dos estábamos muy nerviosos. Pero entonces ella me pidió que parara y dijo: "No te entiendo nada". Y me besó y me habló en italiano, en un italiano muy claro, muy pausado. Me dijo que estaba nerviosa porque hacía meses que no invitaba a nadie a subir a su casa. Fue el principio de algo emocionante y hermoso, esa noche, en París. Y ahora creo que crecer es aprender a acortar la distancia entre nosotros y nuestros deseos. Y que el principal obstáculo que presenta esa distancia está hecho de una inseguridad y un miedo que sólo nosotros percibimos. Eso es todo. Muchas gracias. Salud.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Here comes your man

Melania Stucchi



Él está borracho. Con una borrachera siniestra. Con una borrachera de esas que saca lo mejor y lo peor de uno a la vez. Tiene la camisa verde militar, la misma que tenía puesta cuando la conoció. Le manda una mensaje de texto a ella: vení. Ella ya sabe dónde está un viernes a la noche. Puede parecer poético, pero, en realidad, es patético, que suena bastante parecido, pero es diferente. Está en la disco en donde se conocieron. Y él le escribe porque tiene tanto alcohol en la sangre que no puede resistirlo. Pero ella cree que sí, que se puede, que nadie hace algo sin quererlo por más narcotizado que esté. Ni los alucinógenos, ni la ginebra, ni la depresión te convierten en otro, como mucho te sacan un par de inhibiciones, dice ella. La copa de gin puede estar perfumada con corteza de limón, pero el contenido sigue siendo el mismo. Él piensa que es demasiado categórica, que hay muchos grises en el medio, en la vida. Aunque nunca tienen esta conversación. Más bien, la imaginan. Como todo entre ellos. Es una relación imaginaria: ella imagina que él la acompaña, él imagina que ella nunca estará, que será un eterno desearla. Sin embargo es exactamente lo opuesto. Lo que pasa es que cada uno de ellos piensa en su propia felicidad o en su propio padecer, según como se mire. Eso es el amor, por otra parte, por más que, a veces, tenga versiones más domésticas. Ella está un poquito borracha cuando suena el mensaje. Aunque correría a esa disco, completamente sobria, completamente ebria. Va al baño y se maquilla los ojos con delineador negro líquido. Es todo lo que necesita, ya está vestida, siempre lista como los boy scouts. Entra y lo ve, lo observa, se ríe. Es su actor fetiche, impaciente, mirando el celular, esperando su respuesta. Pero si estoy acá y no me ves y me buscás en tu teléfono, me buscás en otro lado. Se acerca y le dice hola. Y él, después de tantos saludos fingidos y distantes, se le tira encima, grosero, apasionado, borracho. El chicle que tiene ella en la boca pasa a la boca de él. Se besan con chicle, se pegotean. Se apoyan en las paredes negras de la disco. Él la toca, como si por un ratito le gustara que fuera real. Ella lo siente y se deja manosear y disfruta del placer de ser tocada por un enfermo. Hay algo del sabor de la victoria en esas manos desesperadas. Suena "Here comes your man" y él se la canta en el oído. Bueno, en otro mundo se la canta, no en este. En la realidad, él se imagina que ella se imagina que él se la canta. Y, aunque quiera hacerlo, no lo hace, para decepcionarla. Ella sabe que él quiere decepcionarla y lo provoca y le pregunta por qué no me la cantás. Y él la mira con cara de borracho, porque está borracho, como si no entendiera de qué le está hablando. Es tan complejo el juego que ni yo, que cuento la historia, lo entiendo. Y, entonces, ella se le acerca y le susurra: "Take me away to nowhere plains,there is a wait so long, so long, so long, you never wait so long". Porque ella siempre hace lo que los dos saben que debería hacer él. Se toman otro gin- tonic, a la salud de los cubatas.
A la mañana siguiente, solo tienen mal aliento.
Esto está mal.
Y yo qué puedo hacer.
Vos tendrías que haber sido la voz de la razón. ¿No te das cuenta de que basta una chispa para que se prenda este fuego?
No seas tan cursi, tan melodramático, piensa ella, pero no lo dice, porque, al igual que él, tiene muy mal gusto para los sentimientos.
Te gusta sufrir, tarado. No tanto como a vos, querida.