miércoles, 25 de enero de 2012

La música

Tomás Sanchez Bellocchio



1

No hay como la música para recordarme que no tengo ningún talento. Soy afinado, es cierto, pero casi cualquiera puede decir eso. Jamás pude componer una melodía original. Hice pruebas, traté de combinar sonidos en mi cabeza, juntarlos en un orden que me devolviera algo parecido a música. Fue completamente inútil.

2

El mal de amores es el estado supremo para escuchar música. Se suspende el juicio crítico. Estás liberado para sentir y encarnar hasta la letra más cursi, para que la música (incluso la comercial, la de los cuarenta principales, esa que nadie se anima a admitir que escucha) te golpee en lo más hondo.

3

En el curso de un año perdí un amor, quizás dos; también murieron mi abuela y un gran amigo. La muerte y el desamor tan cerca la una del otro. Ahora puedo distinguir las diferencias de rango, matiz e intensidad en el dolor. Me pregunto por qué no habrá canciones acerca de la muerte de mi abuela.

4

En mi computadora hay 1,200 mp3, suficiente música para tres días seguidos. Quisiera una de Los Beatles. Una canción triste. The long and winding road. Algo que haga llorar a la fuerza. Why leave me standing here. Let me know the way. A mamá no le gusta que le robe un pedazo de su historia. “Pero esos son de mi época”, me dice. Y qué.

5

El mejor regalo, el mayor honor imaginable, ahora lo sé, es que alguien te dedique una canción. Antes de venirme a Barcelona, en el auto que me llevaba al aeropuerto, una amiga desenfundó su guitarra y cantó la canción que había escrito para mí, pensando en mí. No era de amor, pero de algún modo era como si lo fuera. Aplaudimos a ciento treinta kilómetros por hora. Le dije gracias, le di un beso y seguimos hablando, mientras yo sólo pensaba en las ventajas de estar lejos.

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